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Foto del escritorVago Flores

Naica

Para M.


El sol recubre las copas del infinito mar de árboles. A lo lejos, destellan tanto como una hoguera; pierden su color debajo del brillo, pero mantienen la firmeza de sus cepas.


La tímida mano de Micaela intenta cubrir el sol. Entre los dedos, percibe el fuego, las partículas que se desprenden. Sus pupilas se dilatan y se contraen con el pulso de vida; forman un perfecto tajo vertical. Sin embargo, el calor puede más que ella.


En un impulso adolorido, contrae las facciones y ahoga un grito. Desgastada, revisa la herida que olvidó: a lo largo de la muñeca se marcan cinco toscos dedos como recordatorio de su huida. Con el dorso de la mano, acaricia la lágrima que recorre su enrojecida mejilla, mientras el sol le abraza la nuca y cabellera. Frente a ella, se abre el hocico de la tierra en un grito ahogado, mudo; una cueva desconocida entre tantas. Micaela contempla la sombra que refresca las rocas y avanza hacia ella. El sudor en el vestido le pesa, pero a paso firme continúa. La fría oscuridad la recibe, hasta que su zapato se atora con una piedra.


La serpiente de ojos ocres

se enreda y comprime la cáscara

de una podrida manzana.

 

El llanto de Micaela resuena desde las fauces de la cueva. Con el tobillo en una mano, grita y se arrastra. Las uñas se le atoran entre piedras, fosas y raíces. En un cansado intento, se desploma el arco de su espalda y un filo se entierra a un lado de las vértebras. No le quedan gritos, no le queda llanto, no le queda aliento. Por más que jala aire por la boca, sus pulmones se mantienen vacíos. Desesperada busca abrir un orificio en su garganta, una grieta que le permita respirar. Araña, siente la carne entre sus afiladas y rotas uñas, pero no inhala aire. Sus brazos se distienden como alas rotas. Sólo le queda observar el techo que la cubre.


Algún bicho, que no alcanza a distinguir, corre y salta entre las estalactitas; busca refugio de la luz. Pero, frente a él, un destello lo detiene; se expande con la humedad que cae de la tierra.


Micaela gira la cabeza al fondo de la cueva, decaída busca la fuente de luz en su interior; al otro lado descubre apenas una chispa, tan pequeña que apenas se distingue. La diminuta esfera ondea y resplandece de colores. Verdes, turquesas, naranjas, amarillos, rojos…


En un golpe, el sollozo de Micaela resuena alrededor. La joven se aferra a una roca junto a ella, y lo deja todo fluir, entre llanto y risas; un río sonoro que emana de su vientre. Ve los tintes derramándose del sonido; la llenan de aire y, en angustia, busca la esfera de nuevo.


Sólo encuentra sombras y vacío.


Sus jadeos recuperan un ritmo calmado, pero sin vida. Se apoya en la roca a su lado y se levanta con la mirada fija en el vacío. Poco a poco, a paso torpe, su silueta se adentra en la cueva.


Los erectos colmillos

revelan el fluido

de su interior.

 

En el silencio de las entrañas, se percibe un constante goteo en un charco y el jadeo cercano de Micaela. Después, el tropiezo de sus pies y el desplome de su rostro.


Sin queja alguna, Micaela se retuerce en el suelo. Siente la fría sangre que fluye desde su párpado, palpita con el dolor del tobillo. Se funden en un movimiento y con el brillo de la esfera que le insinúa lo cerca que se encuentra de ella. Deja que la sangre cubra su rostro, ignora las punzadas del tobillo, se reincorpora fuerte y… cautivada, observa al frente. Sus facciones se dibujan delicadas, a pesar de la suciedad.


La esfera se mece tierna a unos metros de la joven. Suspendida en el aire, salta de un lado a otro, en un seductor e inocente baile.


La sonrisa de la joven se insinúa, se pinta de rojo y todos los colores de la luz. Retiembla cautivada. Entonces, Micaela busca sus manos. Éstas también tiemblan, magulladas. Los nudillos revelan la carne y los nervios y el dolor y el esfuerzo; se tensan firmes en un movimiento decidido. La oscuridad los cubre de nuevo.


La confusión se retrata en la frente de Micaela. Los surcos enmarcan sus cejas que, poco a poco, dejan de percibirse. Todo su cuerpo afronta la distancia entre ella y la esfera, pero ésta se oculta detrás de una curva del laberinto rocoso.


A pesar de su cuerpo herido, Micaela corre entre piedras, relieves y aullidos que se pierden en el eco de las sombras.


La serpiente se convulsiona

a un lado de la manzana;

de su corazón

proviene el veneno.

 

El corazón de la cueva se expande rodeado de pilares cristalinos. La esfera se detiene justo al centro, plasma sus colores en la refracción como polvo estelar, como cenizas de entierro. Partículas de luz se desprenden de ésta en efímeros espejismos.


Al fin, en la entrada de la bóveda, Micaela posa firme su llegada. Su mano guía el camino hacia la esfera, hacia su luz. La rodean cristales y carcasas de animales incinerados, en un cementerio de fracasos. Su piel se viste de pigmentos, y su rostro de una sonrisa. Ella es un fragmento suspendido en el ambiente, un fragmento de tiempo, de paz, de vida. De su palma, emergen, como fantasmas, filamentos de humo y breves llamaradas. Su piel se incendia en pequeñas explosiones.


Micaela pierde la sonrisa, contrae la mano. La calidez la abrasa. Confundida busca la fuente de su alegría; la esfera sigue suspendida al centro del corazón. Poco a poco, ante la mirada de la joven, pierde el brillo. Los colores que la rodean se tornan en blanco insípido, muerto.


Un paso. El vestido negro arde en los hombros y en el pecho; profiere un grito desgarrado y retrocede.


La esfera desciende en su lugar, oculta entre cristales, y, en un final bramido, Micaela se apresura en el camino hacia la luz. La ropa se incendia y se consume en una explosión; el cabello es una bandera de fuego que precede su carrera. Las llamas se reunen con las partículas de la esfera.


Micaela se arroja al abrazo de la esfera y, juntas, destellan y encienden el corazón de la cueva. El resplandor encandila los cristales y un mar de colores inunda el lugar en silencio.


Rodeada de cadáveres,

de incontables restos olvidados,

la serpiente emerge entre la sombra.

 

De la garganta de la cueva, brota una monumental llamarada; su denso humo se eleva en la noche. De la torre negra, se desprenden partículas encendidas, destellos, y con su luz las cenizas flotan ligeras hacia el horizonte.

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