De nuevo, desaparecí.
El sábado preparé pollo deshebrado. Tan chingón que juro que enorgullecí a mis ancestros. Escuché el suspiro de su aprobación cuando solté las últimas pizcas de sal. Celebraba el cumpleaños dieciocho de mi Duende [estoy a decir que esa es su edad; no quiero dormir en el balcón, así que “dieciocho” será], celebraba su cumpleaños y me pidió tostadas de pollo. A pesar de ello, siempre le ha dado miedo la olla de lenta cocción, que es donde lo preparo. No estoy hablando de una de presión; ésa hasta a mí me da culo. No, hablo de una olla eléctrica que me hace los favores. Muy buena herramienta, pero dejaré a mi ñora interna para otro momento… A mi Duende le da miedo que ocurra un falso con la olla y se queme el depa.
Obvio me burlo de sus paranoias, pero por dentro, siempre que la uso, tengo la espina de estarla checando cada media o cada hora. Así pasó el sábado. La espina creció, me asomaba a la cocina con la excusa de “probar cómo va mi caldito”, limpiaba la barra de las gotas que yo mismo tiraba, pasaba por un vaso de agua, lavaba algún traste olvidado…
Después salimos a atender unos pendientes. Sí, llevamos cubrebocas, tranquilos. Pero ni el pinche cubrebocas que me trae hasta la madre me distrajo del hecho de que dejé a mi flaco, mi perro, solo con la posible bomba de tiempo; de que, aunque no vivo en casa gringa, que se puede incendiar por los cimientos de madera inflamable, en cualquier momento una chispa mataría a mi cachorro. Estaba de mal humor, intenté terminar lo antes posible, mi Duende no sabía por qué andaba así. No fui honesto con ella. No siempre lo soy, aunque ella lo sepa, aunque me conozca.
En cuanto regresamos al edificio, subí nervioso las escaleras, abrí la puerta…
Como cubetazo de agua fría, me golpeó. El delicioso aroma a consomé de pollo invadía el departamento. El flaco estaba recostado frente a la cocina —no hay puerta, pero sabe perfectamente que no debe entrar—. Neta, olía con madres; no hay palabras con las que pueda hacértelo saber, pero, bueno, espero que sepas a qué me refiero.
Al fin me relajé. Bromeé con mi Duende, empezamos a preparar todo paras las tostadas: deshebré el pollo, compramos crema, ella partió aguacate y tomate, guisamos frijoles… Pero, antes de comer, me fui a lavar las manos de nuevo.
Todo se frenó. Dejé de respirar. Una pinche gota de saliva se coló por la garganta y se selló mi tráquea. Qué pendejada, ¿no? No. En cuestión de segundos sentí cómo se contraían mis costillas, la vista se nubló. Corrí hasta la cocina y, sin poder pronunciar palabras, golpeé la pared para llamar la atención de mi Duende. Vi la cuchara de madera golpear el suelo, los frijoles en el aire, vi a mi Duende confundida y asustada correr hasta mí. Me abrazó y, como pudo, aplicó un heimlich que me salvó.
Por un momento, desaparecí.
En cuanto sentí el oxígeno corriendo por mis venas o en mis pulmones o en mi cerebro o la chingada que sentí tan liberadora, volví a reír e intenté tranquilizar a mi Duende. Me valieron madre las lágrimas en mis mejillas, sus besos desesperados. Yo me enfoqué en celebrarle su cumpleaños y en preparar las tostadas.
Hasta hoy, casi una semana después, no había escrito. No he escrito en exactamente un mes. Treinta pinches días… No había tenido oportunidad. Pero no puedo postergarlo más.
Lo que no le dije en ese momento —pero estoy seguro leerá en esta dívague—, lo que he ocultado todo este mes y tantos días sin publicar, sin aparecer en el blog ni en redes, es que la sensación al ahogarme con pinche saliva es la misma que he sentido todo este tiempo; que, por más trabajo, responsabilidades, pendientes… que pueda tener, si no estoy escribiendo, si no me expreso con letras, desaparezco…
Estoy sentado frente a la computadora, escribo, borro y reescribo palabras seguro de que vuelvo a ser yo. De que, al fin, reaparezco.
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