Los ojos cafés se reflejan opacos. Observan las pecas sobre la nariz, los labios desinflados. Agarra sus cachetes. Sostiene la papada que cuelga del cuello. Qué asco. Las manos tiemblan, nutridas por la rabia. Sin pensarlo, toma un mechón de cabello y las tijeras del tocador. Amenaza con cortarlo desde la raíz, acabar todo de un tijerazo. Las lágrimas enjuagan el odio…
—La actualización. Está. Lista. Neon-Cat —anuncia la computadora.
Las tijeras caen al piso.
Neon-Cat se lanza hacia la cama. Se apresura hasta el monitor sobre las almohadas. No puede creerlo. Está lista. Está lista. Está lista. Exhala un chillido infantil mientras la acomoda sobre su regazo. Ni siquiera se fija en los rollos de la panza. Inicia sesión. Al ver la notificación de que todo está listo para actualizarse, palmea desesperada a sus lados.
Hace más de medio año que realizó el pago por la actualización beta. El anuncio detallaba las modificaciones estéticas, no sólo en el ambiente personal de los usuario, sino en la esencia de cada uno. “Un mejor yo”, era su eslogan. La mejor versión de Neon-Cat.
Aún puede escuchar las burlas de los pocos seguidores. Pendeja, ridícula, gorda… Al fin la idolatrarán, al fin esperarán horas por ver sus live-streams, al fin será ella.
No pierde más tiempo: nerviosa, da clic en el botón de “Iniciar actualización”.
La habitación se ilumina por completo. La piel de Neon-Cat se torna cian, brilla. Brinca emocionada; es su color favorito. Los ojos azules observan maravillados los cambios a su alrededor: las plantas, el marco del espejo, la colcha de la cama…
Su mirada se pierde en el techo. Brilla azulado, cifras numéricas flotan por todos lados. Chasquea la lengua desesperada mientras se asoma al reloj del rincón. Estúpida. También se está actualizando. Todo el cuarto, claro.
Se levanta de pronto y palmea sus rodillas. Analiza aburrida el entorno. Números, sólo números… Todo azul. Se levanta con movimientos pesados, encaminada hacia la única ventana. Apoya una mano contra la pantalla y restriega el rostro contra el material frío. No se ve nada del otro lado. El habitual paisaje de los paparazzis no es más que una mancha cada vez más verdosa. Los extraña a pesar de saber que son generados por inteligencia artifical, no es idiota.
Corre hasta el rincón de la ventana, para modificar las configuración. Lo golpea. No responde al reconocimiento táctil. Aparece un mensaje: “Espere a que termine la actualización”. Claro, ya sabía. No es idiota.
Por un momento, piensa en dejar la habitación; ir al salón comunitario de su zona… Palmea su frente, desesperada; se aferra al filo de la falda, muerde sus labios hasta que puede probar la sangre.
La luz verde se filtra en cada rincón de la habitación.
Espere a que termine la actualización.
Tiene sed, pero el dispensador de agua no se debloqueará hasta que el proceso haya pasado.
El excusado está lleno. La palanca no jala.
La regadera no gotea.
Espere a que termine la actualización.
Espere a que termine la actualización.
El reloj sigue en verde, repleto de cifras azarosas. Es inservible. Al igual que todo lo demás ahí dentro. Al igual que ella, piensa. Es inútil mientras no termine la actualización. ¿Por qué no revisó cuánto duraría? ¿Por qué no se preparó? ¿Y si cometió algún error…?
Cometió algún error.
Se levanta del suelo, incrédula. “No”, repite mientras piensa en las posibilidades. Qué tal si el algoritmo, o como se llame, no puede actualizarla a ella. Qué tal si el problema no es el ambiente, sino…
Corre hasta el espejo. Apoya sus manos contra él. “Algo… Muéstrame algo”, le ordena. Sus manos se ven igual. Tiene las mismas lonjas en la panza. Siente la papada obesa y pesada debajo de la quijada. Algo no está funcionando, lo sabe. “El espejo no miente”, habla para sí, “sólo no quiere mostrar lo que hay enfrente. Su programación… Su programación debe mejorar lo que hay en el entorno, pero ¿cómo me va a mí? ¿A mí…?”.
“No existe una mejor yo…”.
Choca la palma contra el espejo.
“No existe una mejor yo”.
Más fuerte.
“¡No existo!”.
Con el último golpe, logra cuartear la superficie. Observa el fragmento en su mano. Lo acerca cuanto puede al ojo. Su risa resuena en las paredes cafés y en los ceros que corren sin rumbo.
Odia el café.
Odia sus ojos.
De un movimiento, taja la pupila. Ya no ve café. Sólo negro. No volverá a ver su reflejo. No volverá a ver sus ojos sucios y repugnantes.
Ahogada entre gritos, termina lo que empezó: clava la punta en el segundo ojo.
Se deja caer rendida en éxtasis sobre el suelo, ríe cansada, pero satisfecha.
“Actualización. Completa”, escucha en la oscuridad. Se queda tirada, con una sonrisa. Suspira tranquila.
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